domingo, octubre 05, 2008

Billones a los bancos, cuerpos a las fosas
Por: Alfredo Molano Bravo. El Espectador

Corrí el velo sucio de la cortina del hotel donde me había alojado en la madrugada; lo aparté para mirar el revuelo que se oía en la calle. Eran las 7 de la mañana.


Un hombre vestido de negro riguroso, flaco de cuerpo y verdoso de semblante, manejaba una zorra. Se detenía en las puertas de algunas casas.

A una señal hecha con su mano, la gente se asomaba, como yo, por la ventana y sacaba, sin aspavientos, sus enseres a la calle: empujaba la nevera y el escaparate; alzados a plomo el equipo de sonido, la licuadora; arrastrados camas, baúles con ropa, lámparas, cuadros, libros.

Todo cabía en un vehículo que se agrandaba al ritmo de la recolección. A su lado llevaba una caja fuerte donde echaba —lo alcancé a detallar— las escrituras de los inmuebles.

Era el empleado de un banco que recogía las prendas empeñadas y comidas por los intereses. Hacia su oficio sin más. Todo parecía sacado de un grabado de Gustavo Doré. Me tranquilicé sabiéndome en un hotel.

Más atrás venía otro personaje en un camión chato de cinco toneladas con bancas paralelas en el platón y cubierto con una carpa gruesa y polvorienta. Lo manejaba un chofer tusado al rape, rechoncho, grasoso, con un cogote gordo que se derramaba sobre el cuello de su camisa.

Se detenía también en algunas casas, no siempre las mismas, donde lo había hecho la zorra del banco. Gritaba: “A Ocaña, a Ocaña, los de Ocaña”. Pitaba y salían dos o tres jóvenes de entre 16 y 30 años, asustados pero decididos. A una orden se montaban en el camión.

Los acompañantes del chofer cerraban la puerta trasera con cerrojo. Más adelante se repetía la operación. Salí al pasillo del hotel. Una mujer en bata me explicó: son los reclutadores.

Y añadió: ayer el banco estuvo también por las veredas: en las zorras montaban las escrituras que quedaban, las pocas reses y las más pocas bestias que hay.

Lo que no podían cargar, como las casas, los árboles y las cercas, lo tumbaban y quemaban para dejar las veredas sin pelos y sin paja. Pero los reclutadores no pasaron por el campo.

¿A qué iban a ir si ya no quedan muchachos ni muchachas, si todos se han ido para un lado, para el otro, o para el más allá? Se preguntó explicándome.

Tampoco, añadió, queda ya mucha finca, todas son haciendas desde que pasaron los mocha-cabezas. No les dejaron sino meros saldos a los bancos. Se lo repartieron todo como buenos socios.

Me desperté de un salto. El corazón me daba puños. Sudaba. Agradecí haber estado soñando, aunque el sueño fuera una pesadilla. Miré por la ventana. Miles de motocicletas hacían zumbar el pueblo como una colmena.

La gente entraba a los almacenes, a los depósitos, a las peluquerías, salía a la calle, hacía cruces, discutía, se burlaba. Piquetes de soldados en uniforme camuflado recorrían el pueblo.

El orden era perfecto. A dos cuadras del hotel la gente se arremolinaba alrededor de un edificio con vidrios negros y marcos de aluminio brillante. La Policía Antimotines cuidaba de que nadie se colara en las filas.

Desde que comenzaron hace ya dos años, nunca han cesado de formarse y de correr hasta el punto de que ya no tienen cabeza ni cola. Hay familias enteras que viven en la fila, comen y duermen en ella, y venden el turno.

Es su oficio. Más aún, me explicaron: desde que DMG llegó nadie volvió a sembrar coca ni a trabajar ni a rezar. Nadie sabe hacer algo distinto a cobrar.


Afirman que los bancos en el país —me dijo un desconocido— no volverán a registrar ganancias por ocho billones semestrales; pero se teme —continuó— que los reclutamientos con fines de asesinatos seguirán, pues serán investigados sin término, como las colas —agregó sarcástico— por una Fuerza de Tarea Especial del Ejército.

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