miércoles, septiembre 17, 2008

Deber de conciencia
Por: Patricia Lara Salive. El Espectador

Al leer el informe de Semana sobre “Los Desterrados”, recordé a Juana, una desplazada que entrevisté en 2000. Esta es su historia:

Juana inició su sino de destierro a los nueve años, cuando el Ejército se enfrentó a la guerrilla en Puerto Boyacá, donde su familia tenía una finca. Su padre, atemorizado por los cadáveres que inundaban los caminos, abandonó su tierra y se fue con los suyos a Puerto Salgar. Allá buscó una casa y mantuvo a su prole a base de conseguir leña y de vendérsela a los hoteles y a los bailaderos.

Un día, a raíz de una amenaza, el padre vendió de nuevo la casa y se radicó cerca de Barrancabermeja. Luego Juana se fue a vivir con su primer marido en una finca que compraron cerca de San Vicente de Chucurí. Un día le dieron un machetazo a su esposo porque se negó a regalarle una cerveza a un tipo.

Entonces las Farc optaron por “hacer justicia”, les ordenaron que vendieran la finca y mataron al autor del machetazo. Luego compraron una casita en Barranca. Después Juana se casó con Ramón y se fue a vivir con él al Sur de Bolívar.

Ahí adquirieron una finca de setenta hectáreas. No hicieron escritura sino lo que en esas zonas llaman “carta-venta”, es decir, una hoja firmada por el comprador, el vendedor y dos testigos, donde constaba que Ramón había comprado esa finca por ochocientos mil pesos. Cosechaban plátano y yuca que les vendían a los coqueros.

“Vivíamos muy bien”, dice Juana. Y agrega: “Por la zona pasaban las Farc y los elenos. Nosotros no teníamos mucha relación con ellos… Uno está con ellos por necesidad: hay que curarse en salud. Pero, como decía mi papá, uno no es agua ni pescado. Eso no lo creen los paramilitares”.

Un día hubo un enfrentamiento entre paras y guerrilleros. Los primeros anunciaron que por cada paramilitar que mataran, acabarían con doce campesinos. Luego los paras incendiaron la casa de don Joaco y castraron a un anciano. Entonces Juana, sus tres hijas y su marido, llenos de pánico, salieron corriendo y fueron a la Cruz Roja de Puerto Salgar donde les dieron dinero y los mandaron a Bogotá.

En la capital, Ramón consiguió que, a cambio de diez mil pesos y una cadena de oro, un conocido le permitiera cuidar carros en una bahía de parqueo en la carrera 15 con calle 93. Pero se implantaron las políticas de defensa del espacio público, se prohibió el parqueo en ese lugar, y Ramón se quedó sin “puesto”.

Entonces volvió al Sur de Bolívar a ver si podía recuperar su tierra. Se encontró con que en ella había hombres armados. Lo retuvieron, le dijeron que esos predios ya no eran suyos y, de milagro, lo dejaron regresar. Juana y su marido tuvieron la suerte de emplearse en una finca. Pero centenas de miles de desplazados no la han tenido.

¿Por qué, como dice Semana, el Gobierno no reconoce esa realidad abrumadora y “diseña una salida extraordinaria” para ese fenómeno? ¿Por qué no les reparte tierras por vía administrativa, dentro de un programa que les garantice seguridad y asistencia técnica, financiera y de comercialización de sus productos?

¿Por qué el Estado no asume de una vez su responsabilidad política en el crecimiento del paramilitarismo y de su principal secuela, los tres millones de desplazados, en su mayoría mujeres y niños que deambulan y piden limosna, sin ser pordioseros sino antiguos propietarios que, como Juana, lo perdieron todo porque carecieron de la protección que el Estado debió darles?

Presidente, es un deber elemental hacerlo.

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