Injuria como arte
Por: Cristina de la Torre. El Espectador
El primero en degradar el lenguaje ha sido el Presidente. Si ofende la frase “le rompo la cara, marica”, sobrecoge la que ordena, en público, “acabar” con alguien “por mi cuenta, no se preocupe”. Procacidad y amenaza no simplemente subvierten las buenas maneras, de señoritos perfumados, sí, pero también de los millones de colombianos que formamos el montón.
Es que ellas denotan, además, la insolencia del poder que quiere ejercerse sin límites ni control. Alega el Presidente que no es bueno echarle tierra al debate. Enhorabuena. Mas en el debate, como en el cohecho, se necesitan por lo menos dos.
Qué polémica puede haber, se pregunta uno, si a menudo el que acapara micrófonos y luces descalifica de entrada a su adversario, lo amordaza, lo intimida y lo cubre de ignominia. Antes que hablar de cancelar la controversia habría que restablecerla. Deber de la democracia es instaurarla, expandirla, protegerla en libertad. Y no de cualquier manera.
Saturado el país de este tono bochornoso, devuelto a la rudeza de tiempos que dábamos por idos, se echan de menos la invectiva política elevada a arte, la ironía elevada a poesía. León de Greiff le cantó al amor, pero también satirizó la hipocresía consagrada en una sociedad de prohombres iletrados y politicastros de postín.
Como quien hace música, escribió su Balada del Abominario para increpar a aquellos “bausanes estridentes (...)/ supercríticos morosos hartos de suma fatuidad,/ arlequinescos figurines/ pletóricos de vulgaridad,/ de vicios fáciles y tontos/ y de la unánime verdad,/ y de ideales consagrados,/ y de vacua sinceridad/ (...) Andad al Limbo figurines,/ turba de lo sacramental, / inocuos y zurdos y vacuos,/ solemnes y zafios y tal...”
Y José María Vargas Vila, terror de dictadores, de la reacción purpurada que edificó la República conservadora sobre los pilares la Regeneración, alcanzó la gloria en diatribas que parecen escritas hoy. Borges lo consideró maestro del oprobio, la sátira y la ofensa:
“Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo. Ahí está vivo después de haber fatigado la infamia”, había escrito el santafereño. Si a veces extravagante, y hasta cursi, suya es la invectiva veraz e ingeniosa contra los déspotas latinoamericanos, césares “voluptuosos”, “sanguinarios”, “vanidosos hasta la estupidez”.
Se ensañó en los artífices de la Regeneración que sepultaron la revolución liberal. “Rafael Núñez, escribió, pertenecía a la raza triste de los tiranos filósofos; era déspota por hastío (...) Sin ilusiones sobre los hombres, ni sobre las cosas, era hecho para pastor de pueblos porque despreciaba profundamente el rebaño humano, tan tumultuoso, tan terrible y tan vil (...).
Su obra no fue estéril; la impotencia del Talento engendró la Omnipotencia de la Fuerza; ya no hay Patria, pero aún hay Tiranía: esa es su obra”.
De Caro dijo que pertenecía “a la raza enojosa de los tiranos letrados y a la legión rencorosa de los tiranos austeros (...). Rencoroso y vengativo, con más pasión que virtud, odiando a los hombres más que a las ideas, no usó del poder sino para empequeñecerse (...)
Llevó al gobierno todas las pasiones de la plaza pública y después de ser Catón, en el foro, no fue sino un faccioso en el poder (...). Hizo del gobierno una polémica a mano armada (...).
Era un hombre ebrio de absoluto. Falto de grandeza, tuvo el culto de la insolencia; confundió la fatuidad con la dignidad; la energía con la violencia; e incapaz de levantarse hasta la generosidad, fue cruel hasta la bajeza y vengativo hasta el oprobio. Pudo haber sido un gran ciudadano y no fue sino un pequeño déspota”.
Algo ofrece el panfleto, como género, para rescatar la injuria de las alcantarillas, darle vuelo literario y encaminarla hacia el arte. Se respiraría mejor.
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