Los liberados serán inmediatamente ‘secuestrados’ por la
fuerza pública
Por Camilo Raigozo
Por Camilo Raigozo
Lo que les espera a los 10 uniformados que serán
liberados por las FARC en las próximas horas, no es exactamente el disfrute de la
libertad que perdieron hace más de 12 años en las selvas por acciones del
conflicto.
En una acción inhumana, las instituciones a las que
pertenecen, solo les permitirán unos
pocos minutos para reencontrarse con sus familiares, de quienes estuvieron ausentes por más de 12 años.
Luego, en una acción cruel, los separarán de sus seres
queridos. Serán literalmente “secuestrados”, aislados, para someterlos a intensas
presiones sicológicas con el fin de seguirlos usando en la guerra mediática contra
la insurgencia.
Como ha sucedido en todas las ocasiones anteriores, los recién
liberados serán sometidos a duros acondicionamientos mentales para los shows
mediáticos, en los que serán usados.
Esencialmente el primero que es el que mayor impacto sicológico
causa en la opinión pública.
Con el transcurso del tiempo, cuando ya no sean
necesarios y sin el peligro de que anden contando sus propias versiones sobre
su tragedia, cuando hayan dejado el estatus de “héroes de la patria” y tengan
que afrontar su dura realidad, se les dejará en libertad para pasar más tiempo
con sus familias y adaptarse a su nueva vida.
Finalmente serán olvidados por las instituciones a las
que pertenecen, por el Estado y por quienes arriesgaron sus vidas
y perdieron la libertad defendiéndoles sus intereses. Es una novela trágica que se repetirá.
Con seguridad se puede afirmar que: presidentes, ministros de Defensa, generales, periodistas, cardenales, monseñores, artistas y oportunistas, entre otras especies, que se rasgaron las vestiduras y organizaron marchas "contra el secuestro", no son más que desvergonzados hipócritas.
Para corroborar lo anterior, a continuación transcribimos
en su integridad un trabajo periodístico de la Revista Semana y enlazamos otros artículos de prensa que nos dan la razón:
Los olvidados de
la patria
Nación ¿Qué pasó con los cientos de soldados y policías
liberados hace una década después de pasar años en manos de las Farc? La
respuesta es una de las páginas más tristes de la historia del país.
“No fuimos ni guerrilleros ni paramilitares, no fuimos de
ninguno de los bandos malos sino supuestamente de la familia colombiana, y vea
cómo estamos:
cargando bultos de pescado en Corabastos”, dice, diez años
después de haber quedado en libertad, Luis Eduardo Almonacid, uno de los 99
soldados regulares que, después de la toma a las bases del Ejército y la
Policía Antinarcóticos de Miraflores, Guaviare, el 3 de agosto de 1998, pasaron
casi tres años como ‘prisioneros de guerra’ de las Farc en condiciones
infrahumanas que los marcaron para siempre.
El único trabajo fijo que Luis Eduardo ha tenido en su
vida fueron los nueve meses de servicio militar que lo llevaron a ese combate
fatídico de setenta horas, en el que –según relatan él y sus compañeros–
superados en proporción de diez a uno, mal armados,-
mal entrenados y con un
único mortero que no funcionaba, en medio de la lluvia de cilindros de la
guerrilla, él y los otros 128 soldados y policías que no murieron quedaron en
manos de las Farc hasta el 28 de junio de 2001, cuando fueron liberados en
medio de las negociaciones con el gobierno de Andrés Pastrana, en el Caguán.
Desde entonces, la vida de Luis Eduardo Almonacid ha sido
un calvario marcado por el olvido de la sociedad y del Estado. Cuando él y sus
compañeros salieron libres, los recibieron Andrés Pastrana y el general Jorge
Enrique Mora en la base de Tolemaida.
“Les debemos la máxima gratitud de la patria (…) El
cariño de sus compatriotas los seguirá donde quiera que vayan”, les prometió el
presidente. Diez años después, Luis Eduardo limpia, carga y acomoda bagres y
róbalos en las neveras de la Corporación de Abastos de Bogotá.
Ha sido intermitentemente repartidor de periódicos,
montallantas, asistente de camionero y estibador en una bodega de vinos.
Sigue tomando seis pastillas diarias de tres drogas
psiquiátricas que tendrá que usar de por vida, pues fue diagnosticado, años
después de haber sido dado de baja, con estrés postraumático, que retorna de
cuando en cuando en ramalazos violentos.
Y del cariño y la gratitud de la patria no tiene sino lo
que ha logrado conseguir a través de demandas y tutelas.
Al quedar libre, pasó ocho meses en el Batallón de
Sanidad del Ejército, donde lo atendieron hasta que dieron por terminado su
servicio militar obligatorio.
Afirma que todo lo que le dijeron es que tenía “12 por
ciento de discapacidad laboral” y que no tenía derecho a pensión (el requisito
es un 75 por ciento, certificada por una junta médica) ni, en consecuencia, a
servicio de salud.
En 2005 puso una tutela, asediado por la depresión, el
insomnio y súbitos ataques de agresividad que llevaron a su mujer, madre de
Catalina, una de sus dos hijos, a dejarlo.
El año siguiente, una junta médica del Ejército lo
revaloró, le diagnosticó el estrés postraumático y le dieron una pensión de
822.000 pesos y un carné del servicio de salud de las Fuerzas Armadas, que
certifica que tiene una discapacidad mental, razón por la que ninguna empresa
ha querido contratarlo.
Su madre, Luz Dary Barahona, murió un mes después de su
liberación, por una diabetes que descuidó por atenderlo. Él vive hoy con su
otro hijo, Brayan, que tenía cuatro años cuando salió del cautiverio, en una
pieza alquilada en un barrio de Bosa, en el pobre sur de Bogotá.
Esta historia, con variaciones circunstanciales, es la
misma que relataron a Semana muchos de esos uniformados liberados hace una
década. En total, desde 1996, 420 policías y 256 militares han caído en manos
de las Farc; casi todos, entre 1998 y 2000.
La mayoría fue liberada en 2001. Otros 11 salieron a
partir de 2008, en operaciones como Jaque y Camaleón o gracias a intervenciones
como las de la exsenadora Piedad Córdoba. Hoy siguen en cautiverio seis
oficiales del Ejército y 12 de la Policía, algunos de los cuales llevan más de
12 años en la selva.
Los liberados en operaciones de gran resonancia en los
medios, como Jaque, en la que fue rescatada Íngrid Betancourt, o los que
lograron fugarse como John Frank Pinchao, han sido objeto de toda clase de
beneficios, en especial de la empresa privada, que les ha dado becas y regalos.
Pero el grueso de los uniformados que salieron de su
cautiverio a comienzos de la década pasada vive sorteando las mismas penurias
cotidianas que padecen millones de colombianos pobres, agravadas por los
fantasmas del estrés postraumático, que afecta a muchos en diverso grado.
En días recientes, el asesinato de uno de ellos, el
soldado William Domínguez, que cantaba en los buses y tenía un historial de drogadicción
e indisciplina en los batallones a los que estuvo adscrito, ha vuelto a poner
sobre el tapete la difícil situación en la que se encuentran.
Semana habló con cerca de veinte sobrevivientes del
ataque a Miraflores y con liberados de otras tomas. Todos dicen que fueron
dados de baja con algún nivel de incapacidad, sin derecho a pensión ni atención
médica, que solo consiguieron años después a través de tutelas y demandas, y
que no han contado con ayuda para acceder a educación, vivienda o procesos
productivos.
En el Ejército sostienen que se hizo todo lo posible por
ayudarles. “A nuestra gente que está en el monte, escuchar que tenemos cientos
de hombres abandonados les hace mucho daño y es muy grave para la moral, sobre
todo cuando eso no es cierto. Con todos ellos cumplimos con lo de ley, y cuando
se puede hacer algo más, se hace”, dice un oficial.
Personal especializado militar y policial explicó a
Semana los protocolos de atención en estos casos y las limitaciones legales que
había en 2001, cuando muchos de los beneficios con que ahora cuentan los
militares no existían.
De los casi 700 uniformados que cayeron en manos de las
Farc, unos 200 prestaban su servicio militar obligatorio, la mayoría en el
Ejército; los demás eran patrulleros o soldados voluntarios, los antecesores de
los soldados profesionales.
Al ser liberados, los primeros ya habían cumplido con
creces sus 18 meses de servicio. Durante su cautiverio, se acompañó a parte de
sus familias.
Una vez salieron, se les hizo seguimiento médico y
psicológico en el Batallón de Sanidad o en el Hospital de la Policía y se les
dio de baja después de que juntas médicas certificaran niveles variados de
incapacidad, que daban, en casi todos los casos, para indemnizarlos, pero no
para pensionarlos ni para que pudieran acceder a servicios de salud una vez
fuera de las Fuerzas Militares.
Los liberados alegan que no fueron indemnizados sino
cuando demandaron; los militares sostienen que a todos se les pagaron
indemnizaciones entre los tres y los 34 millones de pesos y que el problema es
que estas tardan hasta dos años en entregarse.
En cuanto a los voluntarios, a comienzos de los años 2000
no tenían los beneficios de asignación salarial de retiro, salud o vivienda, de
los que hoy gozan los soldados profesionales, que los han ganado por cambios
posteriores en la legislación.
El caso es que la gran mayoría, ya fueran regulares o
voluntarios, en el Ejército y la Policía, fue dada de baja con dictámenes
médicos que no daban para pensión ni seguimiento en salud, pese a que muchos
llevaban por dentro el veneno del estrés postraumático, diagnosticado por las
juntas médicas.
“Se hizo el proceso correcto en 2001, pero no se previó
que dos o tres años después pudieran revivir los síntomas”, dijo a Semana una
experta que conoce el problema desde dentro. Entonces, los militares se enfrentaban
por primera vez a situaciones de secuestro masivo. Hoy hay protocolos
profesionales de atención; en 2001, se aprendía sobre la marcha.
Una vez fuera de la institución, sin tratamiento médico
especializado, el estrés postraumático empezó a hacer estragos entre muchos de
los liberados. Ataques súbitos de agresión, pesadillas, insomnio, llanto
desenfrenado, se volvieron cotidianos para muchos de ellos.
“El ruido me desesperaba; si mi hijo lloraba, le tapaba
la boca y mi mujer tenía que quitármelo por miedo a que lo asfixiara”, dice uno
de ellos.
“Me desperté y me dolían las manos: había cogido una
puerta a puños y no me di ni cuenta”, relata uno más. “Yo me tomo 230 pastillas
al mes.
Cada vez que no me tomo las pepas, cojo a mi mujer a
golpes”, cuenta otro,a quien le pasa aún hoy. Siete murieron asesinados; uno de
ellos, después de matar, aparentemente, a su cuñado y de provocar la muerte de
su hermana.
En esa situación, a partir de 2004, muchos pusieron
tutelas; las juntas médicas los revaluaron y les otorgaron pensiones por
“incapacidad mental”.
Ese dictamen, que les dio acceso a tratamiento médico y a
una suma mensual que va de los 740.000 al millón de pesos, paradójicamente les
cerró la puerta del mundo laboral, pues ninguna empresa quiere contratarlos.
“Entre la guerrilla y el Estado nos relegaron a tener los
740.000 pesos de pensión y nada más –dice Yobany Ardila, fundador de la
asociación Cadenas de Libertad, que reúne a varias docenas de ellos–.
Si pudiéramos volver a tener la salud de antes, entregaríamos
todo. Las limitaciones con las que quedamos nos impiden acceder a vivienda y
educación; por eso, el Estado debe asumir la responsabilidad, sobre todo con
nosotros, que somos tan poquitos”.
Ahora, describen esta década de su vida laboral con
resignado sarcasmo: “Trabajamos –dicen– como rateros, es decir, por ratos, y
como toreros, por temporadas”.
Se declaran a sí mismos “olvidados” por la sociedad y el
Estado y dicen que no es justo que, en un país en el que no solo cientos de
miles de víctimas, sino hasta guerrilleros desmovilizados reciben toda clase de
ayudas y reparaciones, a ellos no se les reconozca ningún beneficio.
“El 24 de agosto fuimos con un compañero a Acción Social
a ver en qué iba nuestro proceso (para reclamar reparación administrativa)
–cuenta uno de ellos– y nos encontramos con uno de los guerrilleros que nos
cuidaba, que estaba recibiendo un cheque de 15 millones de pesos, y a nosotros
hasta hoy no nos han entregado nada”.
El caso del asesinato del soldado Domínguez volvió a
poner en primer plano el drama de su situación. Igual sucedió hace unos años
con Tito Velásquez, que vivía como indigente. Tito sigue en las mismas.
Y Gabriel Emiro Aponte, otro liberado, pasa también sus
días como indigente, en el centro de Bogotá. “Me lo encontré una vez, llevado.
Tenía la mano deforme, porque le cortaron los tendones en una pelea”, cuenta
uno de sus compañeros.
Estos casos extremos, que despiertan la inmediata
atención de los medios, son la excepción, pero hacen recordar de golpe al país
la lamentable situación que vive un grupo de hombres que puso el pecho, por
voluntad o por obligación,-
en el conflicto armado del lado de las instituciones
y que, después de padecer el infierno del secuestro, regresó a la libertad para
ser recibido por un Estado que no le ofreció mucho más que un discurso
presidencial.
Como dijo Yobany Ardila al término de una larga conversación con Semana: “Uno sale con ganas de comerse al mundo y el mundo se lo come a uno”.
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