jueves, junio 12, 2008

Pedro Antonio Marín: un hombre llamado ‘ Tirofijo’
Por: Yezid Arteta Dávila*. Ex combatiente de las Farc. EP., abogado y escritor

Cuando un grupo de diputados franceses, durante las negociaciones del Caguán, fueron hasta el campamento de “Tirofijo” para discutir sobre la situación de Colombia, de repente se sorprendieron al observar que el jefe de las FARC se levantó de la mesa, introdujo una mano en el bolsillo de su pantalón de dril, extrajo un puñado de granos de maíz y luego los arrojó a unas gallinas que merodeaban por los alrededores.


Esta anécdota que, relató a la periodista Patricia Lara
[1], el diplomático francés Daniel Parfait, es la metáfora más fiel para definir al hombre que fundó y dirigió por espacio de 44 años a la guerrilla más antigua del hemisferio occidental: el revolucionario Manuel Marulanda Vélez – su nombre de guerra – jamás dejó de ser el campesino Pedro Antonio Marín nacido el 13 de mayo de 1928 en la población cafetera de Génova.

Eran los primeros días del mes de diciembre de 1984 cuando lo conocí en el legendario campamento “La Caucha”. El cuartel lo componía una casa de varias habitaciones, construida en madera aserrada y techada con láminas de zinc, además de cuatro o cinco barracas que alojaban a los guerrilleros.

En aquel lugar, atravesado por una diáfana quebrada que desemboca en el río Duda, se hallaba el mando central de las FARC, el selecto grupo de jefes insurgentes que de acuerdo a los planes aprobados en la Séptima Conferencia realizada en 1982 estaba llamado a dirigir la estrategia de guerra contra el Estado hasta su derrocamiento, y reemplazarlo por un gobierno popular.

Han pasado desde entonces 24 años y la guerra colombiana no parece tener un final cercano. Desde la creación de la República en 1819, Colombia ha parido sólo dos hombres que han combatido de forma casi continua por más de medio siglo.

El primero de ellos fue el aristócrata payanés Tomas Cipriano de Mosquera que se enroló desde los 16 años a las filas del ejército del Libertador, batiéndose en una y otra guerra hasta un poco antes de su muerte.

El otro fue el agricultor Manuel Marulanda Vélez, quien se alzó en armas, casi sin interrupción, contra quince gobiernos, una junta militar y una dictadura. Mosquera y su ejército sedicioso derrocaron al gobierno de Ospina Rodríguez en 1861.

Marulanda murió sin haber visto que su proyecto insurgente se alzara con el poder. Coincidencialmente, ambos jefes militares murieron días antes de cumplir sus ochenta años.

La vida de Marulanda es la historia de Colombia en el último medio siglo. A diferencia de la mayoría de líderes mundiales que mueren asesinados por algún fanático, en el lecho de una sofisticada clínica, en mansiones rodeados por sus más cercanos colaboradores o en una elegante funeraria atestada de familiares que se disputan una jugosa fortuna, “Tirofijo” murió en un cambuche construido con varas, palmas y helechos de la selva, esa misma maraña de árboles milenarios, bejucos y hojarascas que por espacio de varias décadas lo protegieron de los enemigos que lo buscaban incesantemente para matarlo.

No puedo olvidar la impresión que me llevé aquella mañana que arribamos al cuartel general de las FARC en compañía de un guía que arriaba una recua de mulas cargadas con víveres para los guerrilleros, y Camilo, un músico natural de Neiva quien se reincorporaba a las filas luego de haber purgado en prisión una condena por rebelión y que meses después encontraría la muerte en combate en un paraje del Magdalena Medio.

Allí, frente a mis ojos, estaban los que para esos días eran leyenda: Manuel Marulanda Vélez y Jacobo Arenas. Y digo que me sobrecogí porque ya en ese entonces, aún para los que mismos comunistas, “Tirofijo” era un mito que pesaba en el imaginario de los colombianos. Además de los dos históricos jefes insurgentes estaban allí Alfonso Cano y Raúl Reyes.

Yo había decidido en aquel entonces abandonar las luchas universitarias en Barranquilla para unirme a las huestes de las FARC, y fue justamente a Manuel Marulanda uno de los primeros guerrilleros que vi armado: portaba una carabina M-2 de fuego selectivo terciada sobre su hombro izquierdo, el mismo tipo de arma que inmortalizara el “Che” Guevara en la quebrada del Yuro donde fue emboscado y herido.

En Vivir para contarla[2], Gabriel García Márquez relata un episodio del que fue testigo en compañía del fotógrafo Daniel Rodríguez, ocurrido en la región de Villarrica por allá en los años cincuenta cuando se desempeñaba como periodista en el diario El Espectador.

Recuerda el Nóbel la emboscada contra un destacamento de soldados de la dictadura de Rojas Pinilla realizada en un paraje rural del municipio por un embrión guerrillero del Tolima dirigido por un muchacho de veintidós años que hacía “carrera en su ley”.

Cuarenta y tantos años después “Tirofijo” fue consultado en su campamento de guerra acerca de aquel episodio y dijo no recordarlo. No es así, Marulanda lo recordaba todo, simplemente quería minimizar, para no decir que esconder, su papel en la conducción táctica del combate, pues no era amigo de referir sus proezas militares (que se pueden contar por montones) porque su espíritu era de grupo, de acción colectiva.

“Tirofijo” fue dueño de una memoria prodigiosa. Podía recordar en detalles cada roca, cada árbol, cada riachuelo que cruzaba un camino que recorrió hacia montones de años.

Muchos mandos medios llevaron a cabo celadas exitosas contra la fuerza pública empleando estrictamente las instrucciones que les proporcionaba Marulanda, quien les decía en qué lugar debían emboscar a los francotiradores, qué recodo del camino debían sellar para que no escapara la patrulla, dónde ubicar al grupo de asalto o el de corte, en fin, el zorro “Tirofijo” tenía calcada en su memoria el teatro del combate aún cuando estuviera a centenares de kilómetros del lugar o hubiera dejado de transitar por allí cuarenta años atrás.

“Tirofijo” se destacó como un guerrero entregado totalmente a sus hombres. Vivió como un espartano, con lo justo para sobrevivir en las duras condiciones de la guerra de guerrillas, compartiendo con su tropa cada una de las vicisitudes de la trashumancia guerrillera.

Enseñando a cada combatiente desde lo más elemental, tal como la manera en que se debe cortar una cebolla para sazonar la carne de un cerdo, hasta la complejidad de una emboscada cuya relación era de 10 a 1.

“Tirofijo” jamás creo distancias entre él y sus hombres, y así lo recuerdo, cuando una madrugada en La Caucha nos comentaba con lenguaje sencillo, sin pretensiones y arandelas, la decisión de las FARC de permitir la incorporación masiva de jóvenes estudiantes a las estructuras rurales, rompiendo con el viejo mito de que los “urbanos” no eran capaces de asimilar los vórtices de la lucha armada en el campo.

Quienes lo escuchamos con inusual atención, compartíamos la misma ración de arepa y chocolate que él comía, sentados sobre unos troncos fijados en horcones.


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