jueves, junio 12, 2008

Cuando se iniciaron los diálogos en el Caguán con el presidente Pastrana en enero de 1999, más de medio centenar de guerrilleros procedentes de distintos frentes y columnas éramos prisioneros en la Cárcel Nacional Modelo de Bogotá.

Seguíamos los sucesos relacionados con la negociación a través de la televisión, de manera que podíamos ver las imágenes de los voceros de las FARC, y naturalmente la recia figura de Manuel Marulanda. Algunos de los prisioneros hacían notar que “Tirofijo” asistía a cada uno de los eventos luciendo una camisa a cuadros de colores azul y blanco.


Lo más quisquillosos se ruborizaban de este hecho, pues mientras los voceros oficiales vestían diversos y elegantes atuendos, el jefe de un sólido ejercito guerrillero aparecía en escena siempre con la aludida camisa, al parecer la única que guardaba en su mochila de campaña, y reservada para la ocasión.

Este simple hecho que, para algunos prisioneros era motivo de vergüenza, es por el contrario una demostración del hombre ajeno a las veleidades y la vanidad, un jefe revolucionario que le tenía sin cuidado su imagen exterior puesto que para él lo esencial era su pliego de reivindicaciones.

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En estos tiempos de imágenes mediáticas, de poses superfluas y expresiones corporales estudiadas, no hay duda de que el guerrillero más antiguo del mundo era lo opuesto a todo ello, una especie de outsider a su manera.


La muerte de “Tirofijo” se produjo a consecuencia de un infarto cardiaco, tal y como reza el comunicado oficial de las FARC leído en forma grandilocuente por Timochenko uno de sus discípulos que se forjaron en la “Operación Cisne 3”
[3] que se libró en la histórica región del Guayabero.

El cadáver de Marulanda Vélez, ha sido el trofeo más preciado por varias generaciones de militares colombianos, todo oficial o suboficial del ejército soñó alguna vez con “darlo de baja en combate”.


“Tirofijo” demostró ser más listo que sus perseguidores, y vaya que lo fue, pues más de medio siglo peleando y escabulléndose de las trampas que le tendían sus enemigos es, en el terreno militar, una verdadera hazaña, sobretodo cuando la guerra en Colombia ha sido de verdad y no de mentirillas.


Su muerte no deja de ser una representación alegórica de las dos grandes utopías que hoy persisten en Colombia a pesar de la muerte violenta de millares de ciudadanos por razones del conflicto. Una es la quimera que Marulanda ha dejado de herencia a sus sucesores y que pretende imponerse mediante un triunfo militar que le arrebate el poder a la rancia y codiciosa oligarquía colombiana.


La otra es la fantasía de los guerreristas del establishment que sueñan con minar en forma definitiva la capacidad de combate de los alzados hasta verlos forzados a firmar su rendición incondicional. Lograr un punto de encuentro entre estas dos posturas maximalistas podría ser la llave que permita transformar y construir la paz en Colombia.


En un país de saltimbanquis, donde la dirigencia política le tiene sin cuidado realizar cualquier tipo de maroma para obtener sus réditos particulares, una sociedad que reproduce sin vergüenza alguna las más abyectas prácticas arribistas, la figura de “Tirofijo” parecería exótica.


Marulanda fue un hombre testarudo que jamás renunció a su programa de transformación agraria, lo que prueba su tesitura, independientemente de que se compartan o reprochen los métodos empleados para lograrlo.

Es una lastima que la dirigencia del país, obnubilada por los prejuicios de linaje y su arrogancia intelectual, no percibieran que detrás del ejercito que comandaba Marulanda se encontraban unos agravios íntimamente ligados a la tenencia de la tierra y a la persecución por sectarismo político.

Los discursos de la “modernidad” miraron a “Tirofijo” como a un raro animal en extinción, lo trataron de “dinosaurio”, de “chusmero”, de “forajido”, de “antisocial”, de “bandido”, mientras tanto él seguía reclutando campesinos en la frontera agrícola, en la punta de la colonización, en la Colombia de fábulas y mitos, en lo profundo, allá donde la historia se trasmite de modo oral.


Antes de escuchar y corregir los orígenes de las demandas campesinas, los centros de poder se emplearon a fondo por eliminarlo. El resultado es lo que sabemos: una guerra sin cuartel y sin reglas.


En la vida errante del guerrillero, donde se caminan miles de kilómetros durante días y años sin llegar a ninguna parte, el hecho de llevar una libra de más o de menos en la mochila adquiere una enorme relevancia. Menciono este detalle porque marchar al lado de Marulanda implicaba una serie de condicionamientos derivados de la rusticidad, o mejor, de la autenticidad de su carácter.


La columna que caminaba con “Tirofijo” debía cargar un pesado molino para triturar el maíz, pues no permitía que las arepas que consumían él y sus hombres se hicieran con harinas elaboradas. Gustaba de tener animales de huerta en sus campamentos tales como gallinas o cerdos, y escuchar el canto de un gallo rompiendo la madrugada.


Por razones tácticas y de respeto al orden de la naturaleza misma, sus subalternos tenían la prohibición terminante de cortar las raíces de los bejucos que se elevaban por los tallos de los árboles hasta entramarse sobre los copos, pero además no permitía la tala de bosques sin justificación o la cacería de animales del monte, salvo en caso de extrema necesidad, esto es, para alimentarse en aquellos períodos donde la supervivencia de sus combatientes dependiera de ello.

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Estas actitudes de Marulanda no eran el resultado de un discurso aprendido en torno al respeto al hábitat, ni tampoco una pose glamorosa alrededor del consumo de alimentos orgánicos, sino más bien una actitud connatural a un hombre de costumbres sencillas, la de los campesinos, aquellos que lo veían pasar por sus míseros ranchos, y sin embargo no lo delataban, no tanto por el temor que ello implicara, sino porque “Tirofijo – como lo nombraban – era la representación misma de su marginalidad, lo veían como el “último mohicano” que resistía, el residuo de aquellos tiempos turbulentos de la violencia partidista, donde el sólo hecho de ser un desdichado labriego, liberal o conservador, era motivo suficiente para morir con la cabeza cortada a machete.

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Por esta razón, muchos campesinos se ufanaban de conocerlo o mentían entre ellos de haberlo visto algún día pasar por su granja, porque en últimas la figura tosca y perseverante de “Tirofijo” era la encarnación de los ilusiones de ellos mismos.


La biografía de Manuel Marulanda Vélez, cuando aún era el agricultor Pedro Antonio Marín podría ser francamente aburrida para aquellos lectores que gustan de folletines y de historias románticas, con pasajes plenos de aventuras extravagantes y viajes exóticos. Lo único que se sabe por boca de su centenaria tía Ana Francisca Marín es que de niño era un excelente e invencible jugador de trompo.


Que después apareció en una lista que por error el dirigente conservador de Génova Floro Yépez Gómez había dejado en el bolsillo de un saco de leva que envió a una lavandería de vapor.

“Liberales para matar” titulaba el papel encontrado por el lavandero, donde por supuesto estaba el nombre de Pedro Antonio Marín, y tachados por una cruz los que ya se habían cargado. “Desde que se fue con la chusma de Modesto Ávila ni más lo he vuelto a ver” le contó la anciana mujer que, cumple 101 años y vive en un barrio popular de Armenia, al periodista de El Espectador Miguel Ángel Rojas[4]

Continuar...


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