jueves, noviembre 12, 2009

Bases militares estadounidenses en Colombia
Con excepción de las bases de Howard en Panamá y la de Manta en Ecuador, que acaba de ser levantada, nunca habían existido, hasta hoy, bases militares norteamericanas en Suramérica
Por Ernesto Samper Pizano, ex presidente de Colombia. El País. España

El acuerdo firmado el pasado 30 de octubre entre los Gobiernos de Colombia y Estados Unidos, para permitir la presencia de tropas y el estacionamiento de aeronaves de guerra norteamericanas en siete bases estratégicas colombianas,

tendrá unas graves implicaciones en la determinación de la futura política exterior colombiana apenas comparables a las que resultaron cuando, a comienzos del siglo XIX, el país perdió el istmo de Panamá.

En los documentos internos del Pentágono de enero de este año, antes de existir cualquier negociación con Colombia, ya aparecían señaladas las bases como parte de la estrategia de "aseguramiento estratégico" de los Estados Unidos en el hemisferio suramericano.

Pasado el 11 de septiembre, los Estados Unidos resolvieron comenzar a levantar sus 800 bases en el mundo y construir un nuevo tipo de ellas, las denominadas "bases expedicionarias", que les permitieran vigilar, desde corredores geográficos determinados, a través de distintos sitios de abastecimiento, distintas aéreas del mundo.

Los nuevos enclaves militares norteamericanos en Colombia y, más concretamente, la base de Palanquero, localizada en el corazón del país y considerada la fortaleza emblemática de nuestra Fuerza Aérea, cumplirá este objetivo de aseguramiento estratégico de Suramérica y la costa occidental de África a través de la isla de Ascensión, cercana a la ciudad de Recife en Brasil.

Aunque los cancilleres de los países firmantes del acuerdo han insistido en que las bases solamente reforzarán la lucha de Colombia contra el narcotráfico y el terrorismo, está claro que por el tipo de equipos que vendrán a ellas como aviones C-17, que cargan hasta 70 toneladas de material bélico,-

aviones Orión dedicados al espionaje electrónico, los poderosos aviones Awad, verdaderas plataformas volantes de inteligencia y los Boeing 707, los nuevos equipos no serán para transporte masivo de narcotraficantes, fumigación aérea de cultivos ilícitos o localización de terroristas en las selvas amazónicas.

Así lo han intuido los países del hemisferio que, reunidos varias veces en Unasur, bajo el liderazgo de Brasil, han expresado su preocupación por esta peligrosa presencia norteamericana en la región.

Ni siquiera las múltiples visitas de altos funcionarios del Departamento de Estado ni las cartas personales de Hillary Clinton a los mandatarios regionales han logrado atenuar la convicción que existe de que las nuevas bases no lanzarán operaciones en la zona. Y no es para menos.

Con excepción de las bases de Howard en Panamá y la de Manta en Ecuador, que acaba de ser levantada, nunca habían existido, hasta hoy, bases militares norteamericanas en Suramérica.

Lo cual explica por qué el acuerdo firmado le hace daño no solamente a Colombia, sino al propio Gobierno de Obama que, con esta decisión, manda una señal equivocada, digamos "tradicional" para ser benignos, respecto al todavía esperado replanteamiento de sus relaciones con Latinoamérica.

Lo único más grave que los acuerdos ha sido la forma como se ha manejado la información sobre ellos, de manera casi clandestina, a escondidas de la opinión pública y sin la participación de los Congresos de los dos países.

El de Colombia, inclusive, desconoció la recomendación que le hizo el Consejo de Estado -organismo asesor, según la Constitución, del poder Ejecutivo-, que le aconsejó, dada la trascendencia del tema, llevarlo a la discusión del Congreso de Colombia y someterlo después al análisis de la Corte Constitucional.

La mayoría de los medios colombianos, por su parte, han mantenido el asunto, de manera inexplicable, dentro de una especie de campana neumática, haciéndole indirectamente el juego al Gobierno del presidente Uribe, quien ordenó firmar el peligroso instrumento la-

madrugada del pasado 30 de octubre con la lánguida presencia del embajador de Estados Unidos como representante de su contraparte y los ministros colombianos responsables del tema.

El Senado colombiano, que estaría obligado a autorizar esta presencia de naves militares y tropas extranjeras, y el propio Congreso, que tendría que convertir en ley este acuerdo que nos compromete con una política hegemónica propia de los tiempos de la guerra fría, no han dicho, oficialmente, ni esta boca es mía.

Y aunque en una primera etapa lo previsible es que los países del área guarden una prudente espera, es fácil prever lo que sucederá cuando desde las nuevas bases se empiecen a lanzar -como se hará porque para eso fueron establecidas- operaciones especiales de vigilancia electrónica sobre Suramérica.

Finalmente, no puede descartarse que las FARC aprovechen esta inoportuna presencia para comprometer militarmente a los Estados Unidos en la guerra colombiana, lo cual terminaría de complicar el efecto de internacionalización del-

conflicto interno colombiano que ha conseguido el presidente Uribe con esta decisión que no solamente compromete el futuro de la política exterior de Colombia, sino que ya tiene enredadas nuestras relaciones con Venezuela, Ecuador, Cuba, Nicaragua y Bolivia.

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