jueves, marzo 17, 2011

Montes de María
La cosecha del terror
Los casos de las fincas La Alemania y La Europa
Por Luis Carlos Domínguez Prada

Ahora que pasó lo más duro del terror en los Montes de María, la bucólica cadena montañosa que se extiende por los departamentos de sucre y Bolívar, ahora que la furia paramilitar amainó y un poco la persecución militar contra el campesinado, cosa entendible como que ya fueron desarticuladas a punta de muerte,-

destierro y encarcelamiento las juntas de acción comunal y los sindicatos, objetivo fundamental de la persecución, ahora que parece respirarse un, en todo caso sospechoso, aire de tranquilidad, es cuando las cosas parecen ponerse claras.

¿Y qué es lo que parece ponerse claro?

Más o menos lo que todos sospechaban. Que el problema no era la guerrilla, muchísimo menos el narcotráfico, tampoco esa impostura del “narcoterrorismo”, sino la tierra, la tierra pura y llana. ¿Y qué significa esto? Pues la tierra como debe ser, sin estorbos ni impedimentos que le quiten productividad y precio, es decir, sin campesinos.

Por eso, la misión humanitaria de organizaciones nacionales e internacionales que visitó la zona hace cinco años y que en el Carmen de Bolívar  sostuvo duro debate con los mandos de la  Brigada de la Infantería de la zona, no por casualidad tenía por lema “Que no haya campesinos sin tierra, ni tierra sin campesinos”.

Bien se la tenían olfateada los integrantes de la misión. Porque en efecto, hoy se sabe que el objetivo del terror era que no hubiera tierra con campesinos. Lo de campesinos sin tierra, de pronto no les importe, tal vez hasta ni estén de acuerdo con ello.

Pero que si la han de tener, que sea en otra parte. No en los Montes de María. Porque allí, mientras el terror masacraba, asesinaba, desplazaba y encarcelaba como terroristas por  largos años a los líderes y voceros de las comunidades, unos forasteros que no daban la cara ni tenían identidad precisa, a través de testaferros iban comprando las tierras de los desplazados y los encarcelados.

A su modo claro está, y en sus condiciones. O  simplemente, sin tanto remilgo, las ocupaban. ¿Por qué no hacerlo si el campo estaba abonado, la guerrilla había sido sacada, los criminales habían hecho bién  lo suyo, las autoridades apoyaban y la tierra en su magnífica feracidad era una cosecha que se ofrecía para ser recogida?

Pero una cosa era la generosidad de la tierra lista para que se la germinara, y otra  el derecho que tuvieran los que esperaban agazapados detrás de los criminales.

Porque en primer lugar, estos llegaron precedidos del espurio título de las motosierras, el desplazamiento o el encarcelamiento de quienes la cultivaban, y en segundo lugar porque cualquier proyecto productivo, “megaproyecto”, “confianza inversionista”, “locomotora de la prosperidad”-

u otro lema con el que se le bautice, por muy plausible que sea desde la racionalidad económica, no queda legitimado por este solo  hecho como para prevalecer sobre los derechos tangibles e intangibles de quienes han poseído la tierra, la han cultivado y amado por generaciones. Porque se trata de posesiones ancestrales, cuya legitimidad nadie puede discutir.

Cuando no de títulos escriturarios y registrados, provenientes algunos del mismo Estado en el marco de la reforma agraria agenciada por el Incora hace cuarenta años. Pero además, se trata de otros títulos no menos válidos, del lazo espiritual del campesino con la tierra, de la que son parte y a la que sienten parte de ellos.

Porque allí nacieron  y también sus mayores; allí están enterrados estos y a ella le han cantado creando inclusive géneros e instrumentos musicales nacidos de su compenetración con el paisaje, como el porro y la flauta traversa. De esa tierra han obtenido su alimento y ha sido el escenario de sus luchas reivindicativas y de múltiples formas de organización social y de expresión cultural.

No es poca cosa entonces lo que los despojadores arrasan. No son escasos los títulos y como se ve de estirpes varias, sobre los que entran a saco. Y correlativamente, de todos ellos carecen los nuevos “señores de la tierra”.

Así de manera leguleya e invocando una legalidad que nunca respetaron, esgriman alguna precaria escritura a la que caben toda clase de impugnaciones. Sobre todo y muy especialmente, en tratándose del proceso que se pretende abrir en el país de justicia transicional en el marco de un real o presunto post conflicto, donde como cosa primera, se considera la reversión de los despojos de tierras, el regreso de los desplazados.

Encuentro con autoridades civiles y militares de la Comisión Humanitaria a Montes de María en Carmen de Bolívar. Foto Camilo Raigozo.

Y tanto es así, que en este tipo de  procesos –y así lo consagra el proyecto de ley en curso en Colombia-, obra contra los nuevos poseedores o propietarios una presunción de mala fe,  de acceso a la tierra prevalidos de la situación de violencia que en ella existió, aún sin entrar a calificarla ni a individualizar a los agresores.

Y sin que los títulos que exhiban tengan la virtualidad de desvirtuar esa presunción. Al contrario, son esos papeles los que se presume viciados por  error, fuerza o dolo en el consentimiento del otorgante, como universalmente y a partir de una constatación empírica, se ha asumido ocurre en la negociación de tierras en escenarios tales.

De ahí que la ley de víctimas en trámite en el Congreso de Colombia se volvió una sola –a pesar de que en principio eran dos-, con la de restitución de tierras. Precisamente porque la reparación de las víctimas devino en imperativo  jurídico, político y moral instalado de manera irreversible en la conciencia nacional, y porque cuando se habla de ello se habla necesariamente de la restitución de sus tierras, como que el despojo fue en mucho el motivo de la victimización.

Y aquí es donde los Montes de María resultan un laboratorio de caso, sin que se quiera decir que es particular o que lo allí ocurrido no fue un patrón común en la estrategia paramilitar del Estado en múltiples regiones del país. Sólo que lo allí ocurrido es emblemático.

Como emblemáticos son a su vez las haciendas La Alemania y La Europa en Ovejas –Sucre-.  No por el despojo en sí de las comunidades que las  poseían sobre lo cual nada hay novedoso por exponer, sino por las vicisitudes y la revictimización de los despojados a la hora del retorno.     

Luis Miguel Gómez Porto, campesino de Montes de María, asesinado por la Infantería de Marina.

En efecto, es tanta la conciencia que existe inclusive en estamentos del Estado  sobre lo ominoso de una violencia que después de que masacraba y aterrorizaba se apropiaba de las tierras víctimas y los sobrevivientes, que sin necesidad de ley de víctimas y restitución de tierras,  se ha admitido que los “derechos” de los usurpadores no son tales, y que garantizar el retorno es imperativo.

Es más, el ejecutivo nacional se ha visto precisado a reconocer públicamente ambas cosas, y a ordenar a las autoridades concernidas de apoyar  ese retorno. Máxime, cuando el ministro de agricultura del presidente Santos ha aceptado con escándalo que en el de Alvaro Uribe Vélez la oficina de tierras del Estado, el Incoder, estuvo al servicio del paramilitarismo como que  legalizó en su favor tierras de las víctimas.

Entonces, “saneados” los Montes de María del terrorismo, la delincuencia, el paramilitarismo, el narcotráfico y  la guerrilla en virtud de las bondades de la “seguridad democrática” según el anterior y el actual mandatario, los desplazados de La Alemania y La Europa se dispusieron a retornar a los predios de los cuales fueron desplazados por las bandas de Rodrigo Tovar, alias Pupo, Juancho Dique y Rodrigo Mercado Cadena.

Tanto más factible el propósito, cuanto según la lógica de las altas autoridades, –ya veremos lo falso de esta-, esos predios están en regiones del departamento de Sucre declaradas en el mandato de Uribe como de “Consolidación y Acción Integral” a cargo de la fuerza pública, en el marco del “Plan Nacional de Consolidación Territorial”, cuya finalidad sería preservar los logros de la “Seguridad Democrática” mediante el férreo control por la fuerza pública de esos territorios y su población.

Levantamiento del cadaver de campesino Luis Miguel Gómez Porto.

Pronto se pondría en evidencia la impostura. Las Zonas de Consolidación estaban precisamente para consolidar. Es decir, hacer irreversibles “los logros” de la seguridad democrática y dentro de estos uno fundamental, más que el extrañamiento de la guerrilla –algo instrumental apenas-, la recomposición de la estructura de propiedad de la tierra, en aras de una nueva institucionalidad:

la de las Zonas de Desarrollo Empresarial, en reemplazo de las Zonas de Reserva Campesina y de las Unidades Agrícolas Familiares, funcional la primera al capital, las segundas al campesino y a las comunidades pobres.

Y aquí es entonces cuando se comprende todo, particularmente el buen trabajo hecho por las paramilitares, la impunidad de la que gozaron, la cobertura que tuvieron de las autoridades para su accionar.

Y se entiende lo de La Alemania y La Europa, y por qué la fuerza pública acantonada en esa “Zona de Consolidación”, no  ha garantizado que  ese retorno nominalmente apoyado por el gobierno central se pueda dar, que el proceso carezca de tribulaciones: muerte, amenazas, armados oponiéndose y encarcelamiento.

Que de todo ello ha habido. Porque garantizarlo iría contra la razón de lo hecho y alcanzado durante veinticinco años, en lo cual la fuerza pública –Ejército, Armada, Policía Nacional-, fue piedra angular. O si no, que lo digan El Salado, El  Chengue, Macayepo y San Onofre entre otras.

El líder de los desplazados de la Alemania y del proceso de retorno Rogelio Martínez Mercado, fue asesinado. Y con todo el repudio del crimen  expresado por el gobierno, los usurpadores, testaferros y antiguas tropas de Juancho Dique y Rodrigo Mercado Cadena, continúan ocupando el predio.

La situación de La Europa, un predio de 1.300 hectáreas en Ovejas titulado por el Incora como propiedad colectiva a ciento trece familias campesinas que lo explotaban ya hace cuarenta años, no es mejor.

Al igual que en La Alemania, después de muchos muertos y encarcelados –las dos cosas iban de la mano y esto interpela a la Justicia sobre su papel en lo ocurrido-, muchas de esas familias huyeron. Y ahora cuando se anuncia que la guerra pasó, que hay garantías y que las víctimas pueden retornar,  un “empresario” antioqueño Gabriel Vélez Jaramillo, desconocido en la zona, invoca a los legítimos dueños, falsos títulos de propiedad.

Y como es de uso, con hombres armados y amenazantes  -Héctor San Martín Rivera el capataz “que frentea”, fue capturado allí por porte ilegal de armas-, va corriendo cercas, impidiendo el paso y sacando los animales que los campesinos tienen en su parcela.

Y eso lo hacen no sólo en los lotes de quienes huyeron y quieren regresar, sino en los que no fueron abandonados y siempre han estado ocupados por sus dueños.

Y junto a Vélez Jaramillo, otros grandes acaparadores de tierra “legalmente comprada” a los campesinos perseguidos de los Montes de María  como Otto Bulla Bulla y la “Agroreforestadora del Caribe”, destruyendo el ecosistema  con siembras intensivas de teca, eucalipto y  palma aceitera.

Veredas completas desaparecieron porque compraron todos los predios y los englobaron. Tales, La Sierra, Loma Al Banco y Arena. Y por ese camino va Tierra Grata, en la alta montaña en Carmen de Bolívar, también en manos de inversionistas foráneos que adquirieron prevalidos del terror. 

Y ya vienen  en camino los grandes proyectos turísticos hacia  Coveñas y la gran agroindustria en la feraces tierras de la Mojana Sucreña. Por eso, el ejército está construyendo una gran carretera en esa zona.

No para bienestar de los campesinos, sino de los grandes inversionistas que se hicieron a la tierra “pacificada”. Progreso sí, riqueza sí, y mucha, pero para unos pocos, no para los raizales  poseedores del suelo. Y en todo caso abonada con sangre campesina.

El colofón de la cosecha del terror en los Montes de María que se ejemplifica en estos dos predios, es la posición de las autoridades civiles y militares frente a la violencia que se ejerce contra los que retornan. Es la de indolencia total.

Ni a nivel del departamento de Sucre, ni de su capital Sincelejo, ni de la alcaldía de Ovejas, y muchísimo menos en  la Infantería de Marina y el Ejército copando esa “Zona de Consolidación”, se dan por aludidos. Ninguno reconoce tener facultades para intervenir frente a los testaferros y beneficiarios del paramilitarismo.

“No somos jueces” alegan. “Eso es de otra dependencia” aseguran, y remiten a otra oficina a las víctimas que acuden por garantías para el retorno. De la alcaldía a la gobernación, de esta al Incoder, de este al puesto de policía, de este al comando de la Brigada, y  “mejor vayan a Bogotá porque el problema es de allá”.


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