Contrastes
Por: Alfredo Molano Bravo. El Espectador
Cuando llego a un pueblo en la noche, me cuesta trabajo ubicarme. Me desperté en un lugar lleno de pájaros que echaron a cantar entre oscuro y claro. La luz apenas entraba por la hendija del visillo.
Salida de la niebla fue apareciendo una catedral enorme en piedra con una fachada llena de pequeñas columnas, detrás de un par de cipreses. Sentí que había amanecido en la Toscana. La niebla fue disipándose con lentitud, dejando al descubierto una gran plaza, llamada de La Pola, o La de Abajo.
Porque hay otra, claro está, La de Arriba, o de San Sebastián, donde vivían —y aún viven— los ricos propietarios de las minas de oro, los comerciantes acomodados, los altos empleados, en una palabra, los notables.
En la plaza de Abajo, la chusma: indígenas, mestizos, mulatos, negros, los que trabajaban minas y tierras desde el siglo XVI. La Corona española concedió a los indígenas cuatro resguardos para defender su población del exterminio y, por supuesto, para evitar que los mineros se quedaran sin comida.
Los de Arriba y los de Abajo estuvieron separados físicamente por un muro construido a principios del siglo XIX para impedir que las niñas de arriba bajaran y los muchachos de abajo subieran.
Pero el comercio pudo más que el moralismo racista y el enfrentamiento social y así nacieron las Fiestas del Diablo, en las que todos se disfrazaban de todos, todo se podía decir a grito herido de todos y quien mandaba, por esos días, era el diablo. Santo remedio, llegó la paz y se cayó el muro. Desde esos días hasta hoy se celebra el Carnaval del Diablo.
Anualmente —y durante buena parte del año—, las exclusiones sociales se caen al suelo y notables y todo el mundo sale a la calle al son de bandas y chirimías a gozársela. Estuve en una fiesta previa, la de los Decretos —que llaman en otras partes bandos—, que es un precarnaval.
En medio de esta algarabía franca y sana tuvo lugar un evento no menos popular: Encuentro con la Palabra, un festival contra el silencio, la mordaza audiovisual y la falsificación: poesía, crónica, ensayos, investigaciones históricas, teatro, música. Contrastan estas fiestas del diablo y la palabra con la tan aplaudida guerra y con el ensangrentamiento y la impunidad que nos rodean.
Las viejas peleas por suelo y subsuelo siguen. Los indígenas embera-chamí de la región no han dejado de reclamar su territorio a pesar de las matanzas, las persecuciones judiciales, la quema de sus títulos en una notaría. Han perdido su lengua, su vestido, y saben que sólo defendiendo su territorio sobreviven como cultura.
En 2003 los paracos del bloque Cacique Pipintá asesinaron a su cabildo gobernador y candidato a la alcaldía de Riosucio. Hace unos meses apareció un helicóptero cargado de aparatos y duró, según dicen, varias semanas fotografiando desde el aire la tierra y la región.
No sé cómo descubrirían que se trata de estudios previos de localización de minas hecho por un consorcio de las compañías Anglo Gold Ashanti, Colombian Gold Field y la Kedahda.
De Riosucio para Medellín. La Alcaldía de Salazar organizó, con la dirección de Jorge Melguizo, el nuevo capítulo del Concurso de Becas Creación. Se trata de premiar con una pequeña ayuda económica a artistas de todo género, desde el ensayo y la poesía, pasando por la danza clásica y la música andina, hasta los títeres y las artesanías.
Fue emocionante ver a muchachas y muchachos recibir los pequeños aportes para hacer realidad su modesto sueño. En realidad, son migajas si se les compara con lo que se gana un cabo del Ejército, un curador urbano, un notario, y una brizna si se ponen al lado de los negocios que hacen fiscales regionales como Valencia Cossio o Perla Dávila.
El ‘Encuentro con la palabra’ de Riosucio y el ‘Concurso de Becas’ de Medellín son en el fondo un severo reproche contra el gasto militar y toda la corrupción a que da lugar la tal Seguridad Democrática.
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