martes, junio 24, 2008

A Eduardo Umaña Luna
Por Jorge Forero F.

A medida que la muerte se nos hace inminente y cotidiana, nos acostumbramos a ella de manera impávida, reservando nuestro duelo para los más cercanos parientes, sabiendo que al final es normal que aquellos que son viejos, o aquellos que se arriesgan, vayan cayendo ante nuestros ojos, y poco a poco diluyéndose en la memoria.

He sabido de tantas muertes que la resistencia antitetánica ha invadido mi ser como método infalible de supervivencia. Pero la noticia de la muerte del Maestro Eduardo Umaña Luna me dolió, y me sigue doliendo, puesto que de una u otra forma representan la muerte de la Universidad Nacional que algunos conocimos.

Y hablo en serio, esa misma sensación que me embarga al recorrer ese campus progresivamente ajeno, ese sordo dolor que acompañó la noticia de la efectiva presencia de Cafam en edificios parte del patrimonio nacional, ese silencioso destierro de las cafeterías que nos acompañaron durante décadas, y la permanente laceración que representa el lento pero progresivo desmembranamiento de nuestro campus.

Pero primero quiero hablar del Maestro Umaña. Lo recuerdo por tres ocasiones específicas.

La primera de ellas fue en el año 2002, cuando bajo la administración del rector Víctor Manuel Moncayo, y el Vicerector Leopoldo Múnera, la policía nacional y el ejército allanaron, por primera vez en la historia reciente, el campus de la Universidad Nacional. La indignación y el desconcierto fueron generales.

Al Lunes siguiente en el León de Greiff, un auditorio indignado, expulsó de la asamblea general a Moncayo, que acaso será recordado como el último rector de la Universidad que tuvo legitimidad suficiente como para participar en ella.

En adelante, los rectores se han destacado por su venalidad y su complicidad con el implacable proceso de eliminación de nuestra universidad histórica.

Todo fue caos. La asamblea se dividió y se convirtió en un anárquico bullir de puntos de vista, gritos y reproches, hasta que uno de los trabajadores anunció la llegada del Maestro. Todo nuestro auditorio se perdió en un solo aplauso.

Nunca lo había visto en mi vida, pero por supuesto, le había oído mencionar. Con sus blancos y desordenados cabellos, su mirada permanente de perpleja indignación, tomó la palabra, y como solo el maestro sabía hacerlo.

No podía perderse una sola de sus palabras, porque pasaba de los análisis más lúcidos de la situación política, a la desfachatada exhibición de los trapos sucios de la alta suciedad bogotana, de la que siempre fue el hermoso y consecuente renegado.

Después de hacer una lucida reflexión de las circunstancias, analizando la correlación de fuerza de las clases sociales (y lo recuerdo abriendo esos ojos tristes diciendo: “porque esto, muchachos es materialismo histórico, es ciencia”), leyó la encuesta del periódico El Tiempo de aquel día.

Preguntaba a los lectores si estaban de acuerdo con que la Universidad fuese dividida en varias facultades distribuidas en distintas partes de la ciudad, para evitar problemas de orden público. Los resultados de la encuesta están de más.

¿Qué ha pasado desde aquel entonces? El campus de la Universidad ha perdido decenas de kilómetros con la desterritorialización de su entrada principal y con la entrega de buena parte de su campus al distrito.

Ahora resulta que Cafam cuenta con canchas al interior de la Universidad, cuyo uso es completamente privado, y es esa misma entidad la que administra el Auditorio León de Greiff, patrimonio nacional.

Poco a poco el campus de la Universidad Nacional, con toda su integridad, y con el peso que tiene como escenario de la historia, es desmembrado, y partes del mismo son entregadas a la empresa privada, sin el menor remordimiento.

La segunda ocasión, fue poco después, en la preparación de un homenaje a Eduardo y a Fals, con motivo de los 40 años de publicación de su gran obra. Pocos saben que el día de la publicación de La Violencia en Colombia, primera investigación sociológica de nuestra historia, el gobierno nacional ordenó la salida de tanques de guerra, temiendo una insurrección.

Ese era el peso de la palabra de nuestros maestros. En medio de la preparación del homenaje, un grupo de estudiantes fuimos a su casa.

Su esposa nos recibió con ese amor de abuela encantadora. Diez estudiantes encerrados en su pequeña oficina, disfrutando de cada una de las incendiarias palabras del Maestro. Eso era un hombre superior, en su boca hablaba la verdad, la indignación, la rabia contenida de un pueblo que sabe.

Días después estábamos sentados junto a él, en medio del homenaje, y recordando el vil asesinato de su hijo, se dirigió a su esposa, sentada en el auditorio, y cariñosamente, como si ninguno de nosotros estuviéramos presentes y dijo: “nos lo mataron, mijita”.

El recuerdo de cómo compartimos la intimidad de un hogar golpeado por el dolor de las injusticias cometidas en carne propia por el estado criminal, me genera aun un nudo en la garganta.

La última vez que lo vi, fue en un video conmemorativo para el décimo aniversario de la muerte de su hijo, otro héroe, que como ustedes saben, fue el abogado de buena parte de los procesos en torno al genocidio de la UP. En esa ocasión pidió disculpas a los asistentes. “yo, solo yo soy culpable de la muerte de Eduardo.

Porque desde muy niño oyó en su humilde hogar palabras contra la injusticia social, contra el policlasismo, contra la pérdida de la soberanía nacional…”
Mirando retrospectivamente, creo que la Universidad, ha perdido algo invaluable.

Porque no eran solo sus ideas, que se encuentran diseminadas en escritos e intervenciones. Más que eso, se trataba de un ser humano distinto. Superior. Incapaz de vender su conciencia, de callarse, para quien la palabra dignidad llegaba hasta las últimas consecuencias.

Para quien el conocimiento tenía un sentido social y político. Para quien ser intelectual era más que un ministerio, era una vocación, por la que había que entregar la vida. Y tenía que ser así. Solo un agnóstico como él podría ser consecuente hasta las últimas consecuencias. Hasta el último día, sus palabras fueron su forma de luchar.

Y lo digo porque hoy, pocas horas después de su muerte, pienso en aquellos que ocupan la nueva cátedra de sociología, y me preguntó: ¿Serán dignos herederos de la tradición dejada por Eduardo Umaña Luna?

Yuri Jack: ¿serás tú quien con tus palabras defiendas el legado revolucionario de nuestra Universidad? Fabián Sanabria: ¿Cuáles serán los tanques que salgan a la calle a combatir tus libros?

No lo creo. Creo que la manera más efectiva de acabar con la universidad, ha sido llenándola de sujetos moralmente minúsculos, pero laboriosos, capaces de borrar las huellas de los gigantes que pronto serán solo leyenda.

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