domingo, mayo 15, 2011

‘La vida no es fácil, papi’
Primer capítulo del libro de Jorge Enrique Botero sobre Tanja Nijmeijer foto), la guerrillera holandesa de las FARC
Por Jorge Enrique Botero

Hoy hemos cruzado tres ríos; uno de ellos tan caudaloso que arrastró a Phanor durante cien metros agónicos. David dijo: lo bueno es que el chino se salvó pero lo malo es que de aquí pa delante no habrá ni tinto ni comida caliente. Phanor tuvo que deshacerse de su equipo para no ahogarse y de la pequeña estufa a gasolina que nos aprovisionó de exquisitas dosis de café en la mañana; así que nos esperan dos días de enlatados y galletas. Llevamos cinco días de marcha y todo indica que sólo llegaremos a nuestro destino pasado mañana.

Camino por los pliegues de la Serranía de La Macarena acompañado de una escuadra de 11 guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), penetrando las entrañas de la última cadena montañosa que exhibe la topografía colombiana antes de que el paisaje se colme de unas llanuras tan verdes como infinitas, capaces de llegar hasta Venezuela y Brasil, miles de kilómetros más al oriente.

La Macarena es Reserva de la Biósfera y los científicos suelen referirse a ella como el Arca de Noé, pues en sus 120 kilómetros de longitud alberga a 500 especies de aves, 100 de reptiles y 1200 de insectos, amén de los jaguares, pumas, tigrillos, osos, venados, nutrias y caimanes y monos que habitan bajo sus árboles centenarios, muchos de los cuales alcanzan los 50 metros de altura.

Jorge Enrique Botero, autor del libro.

Para llegar a lo profundo de esta vetusta cadena montañosa, más antigua que la cordillera de los Andes, hay que atravesar ríos caudalosos que bajan con furia de las cumbres, descolgándose en saltos prodigiosos sobre las paredes rocosas. Por los lomos arrugados de la serranía descienden 3 grandes ríos —Duda, Guayabero y Ariari— y decenas de riachuelos, caños y quebradas con una copiosa carga de peces barbudos.

Pese al esfuerzo que demanda el terreno empinado y no obstante la sucesiva aparición de espinosas ramas que se lanzan al rostro del caminante, empecinadas en detener su marcha, es un goce pisar estas tierras míticas por las que han transcurrido más de cuarenta años de resistencia guerrillera.

La Macarena, además de ser encrucijada geológica: un poco Andes, un poco Orinoquia y otro tanto Amazonia, es también encrucijada política y militar. Desde finales de los años 60 ha sido uno de los principales escenarios del conflicto armado colombiano, con centenares de batallas contabilizadas en sus lomos agrestes e indómitos, pero al mismo tiempo tapizados de centenares de especies de flores que chisporrotean de colores al paisaje.

A partir del 2005, La Macarena es el epicentro de la ofensiva militar más grande jamás emprendida contra un movimiento guerrillero. Esta ofensiva, denominada Plan Patriota, aspira a doblegar a la insurgencia armada más antigua del mundo y en la búsqueda de este propósito, las Fuerzas Militares de Colombia han llegado a concentrar hasta 18 mil efectivos sobre la Serranía, con un costo económico de 1,6 millones de dólares diarios.

La infantería es apoyada día y noche por una flotilla aérea compuesta por 7 helicópteros Black Hawk, 3 aviones espías, 5 aviones bombarderos, modelos Tucano y Súper Tucano; y por enormes aeronaves Hércules que depositan diariamente en los aeropuertos de la zona a centenares de jóvenes campesinos que son arrancados de sus hogares para pagar el servicio militar obligatorio.

La última pincelada de este belicoso cuadro nos deja ver en acción a una buena parte de los 800 militares y 600 contratistas estadounidenses que hacen parte del Plan Colombia, estrategia contrainsurgente diseñada en Washington en 2002, cuyo costo anual es cercano a los mil millones de dólares.

Casi 10 mil millones de dólares han gastado los Estados Unidos durante una década de éxitos modestos, que no han generado el quiebre histórico pretendido: la aniquilación y desbandada de los frentes guerrilleros asentados en toda la geografía de Colombia.

Mientras calculo cada paso de esta travesía áspera, hago cuentas del tiempo que llevo husmeando las huellas de Tanja Nijmeijer, la joven holandesa que lo dejó todo en su país para ingresar a las filas de las Farc en el año 2002, y descubro que han pasado casi tres años desde que le envié al Mono Jojoy la primera solicitud para entrevistarla.

Luego, tuve que intentarlo decenas de veces más, apelando a diversas vías de acceso al líder guerrillero, hasta que me llegó la respuesta positiva. Cuando recibí el mensaje de que podía entrar, preparé mi equipo de grabación, empaqué unas pocas mudas de ropa y emprendí el camino de inmediato.

Ahora que me acerco lenta y penosamente al lugar remoto donde imagino a Tanja, crece mi curiosidad por volverla a ver después de tantas historias sobre su vida y de tantas especulaciones sobre su muerte, que han terminado convirtiéndola en una leyenda de estas selvas ignotas.

Hace sólo un par de semanas vi en Bogotá un documental en el que la madre de Tanja le pide a las Farc que le permitan a su hija volver a casa. La pieza audiovisual, dirigida por el realizador holandés Leo De Boer, muestra a una madre atur- dida que vuela sobre la selva amazónica en un helicóptero del ejército colombiano,gritando por un altavoz a su hija que huya.

Hannie, así se llama la madre, también aparece en el documental pidiendo perdón a un grupo de víctimas de la guerra, casi todas mujeres viudas o huérfanas, por las eventuales acciones violen- tas que pudo haber cometido Tanja. Ella luce descompuesta, y agobiada por la prolongada ausencia de la segunda de sus tres hijas, de quien no tiene noticias desde el año 2005, cuando pasó unos días a su lado en un campamento de la guerrilla.

A su lado, como una estampilla que no se despega, Liduine Zumpolle, una señora holandesa que trabaja junto al ejército y el gobierno de Colombia en campañas de publicidad contra las Farc, le da pedal sin compasión. Zumpolle ha convencido por completo a la madre de Tanja de que su hija está secuestrada por la guerrilla y la manipula sin compasión, moviéndola de un lado a otro en una búsqueda absurda y extenuante que, sabe muy bien, no las llevará a ninguna parte.

Pero eso a Zumpolle no le importa: su propósito es conseguir imágenes para el do- cumental que dirige el tal De Boer, auténtico mercenario de la imagen, también experto en las artes de la manipulación.

Unos meses antes de que la señora Zumpolle emprenda su gira por Colombia con la madre de Tanja, seguidas ambas por un equipo de grabación de De Boer, este ha enviado a Colombia a un oscuro personaje de origen sudamericano que se ha hecho pasar por productor.

Su misión ha sido contactar- me para explorar las posibilidades de conseguir que las Farc les permitan hacer una entrevista con la guerrillera holandesa. Primero, le aclaro al enviado de Holanda, soy periodista no contacto con las Farc. Segundo, el tema de Tanja es una de mis obsesiones periodísticas desde que la conocí, hace mucho tiempo. Llevo años detrás de ella y he tenido la fortuna de verla varias veces en el monte.

—Por eso lo estamos buscando —me dice—, porque usted es el único periodista que ha estado con ella y la ha grabado siendo guerrillera.

Tras asegurar que "hay mucho dinero de por medio", el productor se interesa por mis archivos, especialmente por las imágenes donde aparece Tanja haciendo la labor de traductora durante la entrevista que les hice a tres espías estadounidenses caídos en poder de las Farc en febrero de 2003. Le entrego al enviado de De Boer esas y otras imágenes de mi archivo con el compromiso de que haremos un contrato tan pronto selec- cionen el material que utilizarán.

Pero la productora holandesa decide usar el material sin consultarme y —por supuesto— sin pagarme. Cuando veo al aire mis imágenes robadas por De Boer, pienso que se trata del típico europeo arrogante y xenófobo que se cree con derecho a hacer lo que le da la gana en lo que ellos llaman el tercer mundo.

Y recuerdo a los centenares de periodistas franceses que desfilaron por Bogotá cuando Ingrid Betancourt todavía estaba secuestrada y se inventaron fantásticas historias sobre peligros sin fin que supuestamente corrieron en su desesperada búsqueda de la dirigente política colombo-francesa por las selvas de Colombia.

Muchos de ellos ni siquiera salían de Bogotá, donde duraban varios días metiendo perico a cinco dólares el gramo y pagando prostitutas caras en los burdeles del norte de la ciudad, para luego llegar donde sus jefes exhibiendo como suyas imágenes de los muchos viajes realizados por mí a la profundidad de la Amazonia.

En el colmo del descaro, cuando publicaban sus historias, narraban en primera persona odiseas y peligros apenas comparables con las películas de Indiana Jones, que el público europeo devoraba con admiración y asombro. "¿Y ahora de qué vamos a vivir?", le alcancé a escuchar a uno de estos especímenes, que llegó a las carreras para cubrir el regreso a la libertad de Ingrid. Verdaderas ladillas del periodismo, pienso, y continúo la marcha, agarrado a un rústico bastón que me han hecho los guerrilleros con ramas del monte.

Mientras subimos y bajamos montañas en absoluto silencio, con el eco de los morteros rebotando en las paredes rocosas de la serranía, me asaltan los recuerdos del día que conocí a la holandesa, por allá en junio del 2003, pocos meses después de su ingreso a las filas insurgentes. La idea de una Tanja virtualmente secuestrada por las Farc no encaja para nada con la entusiasta guerrillera que conocí.

Entonces ya se llamaba Alexandra y portaba un fusil AK 47 que parecía hecho a su medida. Extenuantes jornadas de entrenamiento a lo largo de varias semanas le esculpieron un cuerpo que era la envidia de las otras guerrilleras y sus primeros amores en el monte ya comenzaban a asomarse entre el follaje.También se insinuaba su faceta de educadora por lo que el Mono Jojoy le había echado el ojo.

Con la imagen de Tanja dándome vueltas en la cabeza, atravesamos un río furioso, caminando sobre una larga vara de bambú, agarrados a una liana que está amarrada a árboles en cada orilla. Cuando terminamos esta sesión de equilibrismo, Jenny, la jovencita encargada del radio, le informa a David que hay patrullas del ejército en nuestra ruta, lo que nos obliga a hacer un largo desvío.

El jefe de la escuadra me mira con cierto reproche y dice en voz bien alta que "si no fuera porque llevamos a este cucho (viejo), nos íbamos derecho a darle plomo a los chulos (soldados)". Hace rato quiero grabar un combate —le digo y se queda pensativo—; se diría que tentado a seguirme la cuerda, pero al cabo de unos segundos desiste. Mejor deje así...si a usted le pasa algo a mí me capan, cucho.

A retazos, David me va contando su vida durante las breves pausas de la larga marcha.Tiene apenas 25 años, 10 de ellos en la guerrilla. Hace parte de una generación de muchachos que entró a las Farc durante los diálogos entre la insurgencia y el Gobierno (1998-2002), cuando la guerrilla reinó por más de tres años en 42 mil kilómetros despejados de fuerza pública.

Si no es porque ingreso a las Farc, hoy seguiría siendo raspachín (recolector de hojas de coca); tendría mínimo tres hijos y pasaría hambre con la familia, dice mientras mira obsesivamente su GPS y levanta la vista a un cielo que no existe. Los árboles por aquí son tan frondosos que hacen del lugar una especie de túnel verde e infinito. Entonces recuerdo estremecido que voy por unas montañas con más de cien millones de años a cuestas y me deleito con la algarabía que ha armado una bandada de guacamayas sobre nuestras cabezas.

En febrero de 2002, el mismo día que se rompieron los diálogos de paz, David tuvo su bautizo de guerra. Una de las bombas que ordenó lanzar el presidente Andrés Pastrana la no- che de la ruptura, cayó a escasos 100 metros de su campamento y mató a dos pelaos amigos suyos que estaban de guardia. Tenía 15 años de edad y había recibido tres meses de entrenamiento junto a otros 200 muchachos. El día que se "graduaron", el mismísimo Manuel Marulanda les dijo que eran unos privilegiados pues la historia los había escogido para resistir la más grande ofensiva contrainsurgente jamás puesta en marcha.

Todos los que usted ve aquí hemos pasado 10 años entre la mata (selva).Tenemos grado y postgrado en la carrera de las armas. Gracias a Uribe y al Plan Patriota somos los mejores guerreros del mundo, alardea David mientras se pone en la cabeza —como si fuera un trofeo— el casco de un soldado abatido. Exhibe vanidoso su enorme fusil automático y me pide que le tome una foto.

—Soy una máquina de guerra —exclama cuando disparo mi cámara.

El último día de marcha es mucho más tranquilo; han ce- sado las empinadas subidas y las bajadas de vértigo y se respira tranquilidad en el ambiente. Los campamentos se hacen cada vez más frecuentes y los senderos se congestionan de hombres y mujeres que se cruzan y se estrellan (como hormigas, pienso), con pesadas cargas sobre sus hombros: municiones, medicinas y comida, mucha comida. Provisiones para las aldeas insurgentes que se levantan bajo la tupida manigua.

Arriba, el sobrevuelo de aviones y helicópteros sigue acompañándonos día y noche. El ronroneo del avión explorador ya es parte de la sinfonía infinita de sonidos de la selva. A lo lejos, las ráfagas de punto 60 disparadas desde los Black Hawk anuncian otra batalla. Oyendo el traqueteo de las ametralladoras recuerdo el manual que carga en el equipo Darío. Se titula Fuego antiaéreo y se nota que ha sido fabricado en alguna imprenta de la jungla.

Tiene numerosas ilustraciones y fotografías de diversos modelos de aeronaves, así como textos explicativos de cómo dispararles. "La misma emoción que nos provoca dispararle a un helicóptero del enemigo es lo que hace que no siempre demos en el blanco, de ahí la importancia de este manual de fuego antiaéreo", se lee en el prólogo.

A Darío le dicen El Loco y es el segundo al mando de la escuadra. Le pregunto la razón de su apodo y me cuenta que fue herido durante un combate en el 2005, cerca de la Cooperativa, una vereda en el piedemonte de la Serranía. La bala le entró por un costado de la cabeza y le salió por la frente, arriba de su ojo derecho. Quedó inconsciente y lo dieron por muerto, pero uno de sus compañeros descubrió que respiraba y se lo echó al hombro.

Fue a parar a un hospital que había mandado a construir el Mono Jojoy para atender la creciente demanda de heridos que dejaba el Plan Patriota y allí le salvaron la vida, mas quedó fuera de la realidad. No sabía quién era, ni cómo se llamaba, ni mucho menos dónde estaba; andaba como un vegetal, al cuidado de varias enfermeras que se turnaban para bañarlo y darle la comida.

De repente, un día mientras me bañaban en el caño, recobré el sentido y me puse a gritar como un loco, supongo que de la emoción que sentía, y desde ahí me gané el apodo de Loco, relata Darío durante el último y relajado tramo de nuestro camino.

La holandesa, intuyo, está en la próxima esquina de la mata, pero sólo aparecerá tres días más tarde. Mientras tanto, lleno de escenas cotidianas las páginas de mi libreta de apuntes. Escribo, por ejemplo, que en los platos de comida, entre el abundante arroz y la yuca o la papa, siempre aparece algún tipo de carne.

Cindy, la ranchera (cocinera) me dicta la lista de los animales que hemos comido: cajuche (cerdo salvaje del monte), cachirre (pequeño caimán que habita las orillas de los ríos), danta y gurre (roedor de tamaño mediano que merodea los campamentos). También carne de vaca y generosas porciones de pescado. Le pregunto a la ranchera si hemos comido mico, me asegura que no y le hago prometer que me avise si un mono llega a su estufa de barro. "Yo tampoco soy capaz de comer mico, en cambio a Holanda le encanta", me dice.

Evidentemente se ha enterado de que estoy esperando por una entrevista con Tanja y aprovecho para preguntarle por el personaje de mi historia. Hace como un año estuve en un curso de filosofía que ella dictaba, recuerda Cindy. Todos los días, al final de las clases, tomaba su guitarra y nos cantaba canciones en otros idiomas. Holanda tiene una voz muy bonita pero no le entendíamos nada, dice y regresa al fogón de leña desde el cual la llaman a gritos los demás guerrilleros encargados de la cocina.

La vida en el campamento donde espero por Tanja transcurre entre el fragor de las batallas, que se libran a un par de kilómetros, y una actividad incansable. Mientras unos guerrilleros, camuflados como árboles, salen en la madrugada para tenderle emboscadas al enemigo, otros se dedican al diseño y diagramación de manuales y proclamas en modernas computadoras.

También hay hombres y mujeres atareados en labores de sastrería, cosiendo uniformes y morrales, mientras unos más abren trincheras y otros se convierten en remolques: llevando y trayendo bultos por las trochas de la jungla.

Al frente de aquella tropa de jóvenes que se arremolinan en mi caleta para que les cuente historias de afuera, está Efrén, comandante del Frente 27, tolimense curtido en la guerra, que ha sido su vida durante casi 25 de los cuarenta y tantos años que tiene. No me va a creer pero yo no llegué al monte por cuenta de la política sino de la literatura, cuenta Efrén en una de las muchas conversaciones que tenemos bajo la oscuridad cerrada de las noches.

Y habla con una emoción desbordada del Siervo sin Tierra de Eduardo Caballero Calderón y de La Rebelión de las Ratas de Fernando Soto Aparicio; las obras que a su juicio mejor han retratado "la historia de exclusión y violencia que han sufrido los pobres de Colombia".

Los días y sus noches se arrastran sin afán, hasta que Efrén me anuncia, en la madrugada del 19 de agosto, que debo prepararme pues dentro de unas horas veré a Holanda. "El camarada Jorge (Briceño) le manda saludos, quién quita que le dé una entrevista", agrega Efrén.

El 20 de agosto emprendo una corta marcha al final de la cual descubro a Tanja fundida en el follaje, mezclada con más de 300 guerrilleros que se alistan para una solemne parada militar en la que se "graduarán" como guerrilleros 57 jovencitos recién ingresados a las filas de las Farc y —de paso— se rendirá homenaje a Jacobo Arenas, uno de los fundadores de esta enigmática y beligerante fuerza insurgente colombiana.

La cámara ya está encendida y enamorada de Tanja, cuan- do, de repente, entre un denso túnel de árboles, caminando lentamente y visiblemente afectado por la diabetes y por el paso del tiempo, hace su entrada en la escena Jorge Briceño, el jefe del Bloque Oriental de las Farc, más conocido como el Mono Jojoy.

Lo escoltan su guardia personal, un pequeño ejército de enfermeras y su hijo Chepe; su antigua compañera, Shirley, y el hombre encargado de grabar sus pasos, Julián, sobrino del temido guerrero, sin lugar a dudas el más ansiado trofeo del gobierno de Bogotá.—Lo felicito por atreverse a venir hasta acá. Desde mañana podrá entrevistar a Alexandra —me anuncia, al tiempo que lanza bromas sobre los estragos que han hecho sobre mí "la buena vida y el cáncer".

Le agradezco a Jojoy por permitirme llegar hasta sus do- minios para hacer la historia de Tanja, pero le advierto que no pienso irme de allí sin grabar también una entrevista con él.

—Hace más siete años que usted no le habla a un medio de comunicación —argumento.

El jefe guerrillero hace un silencio y se queda pensativo unos instantes. Podría decirse que duda.

—Dedíquese a Holanda y después hablamos.


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